Un camino nuevo y viviente para todos
Cuando Jesús hubo tomado el vinagre, dijo: Consumado es. Y habiendo inclinado la cabeza, entregó el espíritu
(Juan 19:30)
Nunca antes había presenciado la tierra una escena tal. La multitud permanecía paralizada, y con aliento en suspenso miraba al Salvador.
Otra vez descendieron tinieblas sobre la tierra y se oyó un ronco fragor, como de un fuerte trueno. Se produjo un violento terremoto que hizo caer a la gente a montones. Siguió la más frenética confusión y consternación.
En las montañas circundantes se partieron rocas que bajaron con fragor a las llanuras.
Se abrieron sepulcros y los muertos fueron arrojados de sus tumbas.
La creación parecía estremecerse hasta los átomos. Príncipes, soldados, verdugos y pueblo yacían postrados en el suelo.
Cuando los labios de Cristo exhalaron el fuerte clamor: “Consumado es,” los sacerdotes estaban oficiando en el templo.
Era la hora del sacrificio vespertino.
Habían traído el cordero que representaba a Cristo para matarlo. Ataviado con sus vestiduras significativas y hermosas, el sacerdote estaba con el cuchillo levantado, como Abrahán a punto de matar a su hijo. Con intenso interés, el pueblo estaba mirando.
Pero la tierra tembló y se agitó; porque el Señor mismo se acercaba. Con un ruido desgarrador, el velo interior del templo fue rasgado de arriba abajo por una mano invisible, que dejó expuesto a la mirada de la multitud un lugar que fuera una vez llenado por la presencia de Dios. En este lugar, había morado la shekinah.
Allí Dios había manifestado su gloria sobre el propiciatorio.
Nadie sino el sumo sacerdote había alzado jamás el velo que separaba este departamento del resto del templo.
Allí entraba una vez al año para hacer expiación por los pecado! s del pue blo. Pero he aquí, este velo se había desgarrado en dos. Ya no era más sagrado el lugar santísimo del santuario terrenal.
Todo era terror y confusión.
El sacerdote estaba por matar la víctima; pero el cuchillo cayó de su mano enervada y el cordero escapó.
El símbolo había encontrado en la muerte del Hijo de Dios la realidad que prefiguraba.
El gran sacrificio había sido hecho. Estaba abierto el camino que llevaba al santísimo. Había sido preparado para todos un camino nuevo y viviente. Ya no necesitaría la humanidad pecaminosa y entristecida esperar la salida del sumo sacerdote. Desde entonces, el Salvador iba a oficiar como sacerdote y abogado en el cielo de los cielos. Era como si una voz viva hubiese dicho a los adoradores: Ahora terminan todos los sacrificios y ofrendas por el pecado.
El Hijo de Dios ha venido conforme a su Palabra:
“Heme aquí (en la cabecera del libro está escrito de mí) para que haga, oh Dios, tu voluntad”. “Por su propia sangre [él entró] una sola vez en el santuario, habiendo obtenido eterna redención”
(Hebreos 10:7; 9:12).
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