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El Pueblo Escogido de Dios

 El Pueblo Escogido de Dios


Vestíos, pues, como escogidos de Dios, santos y amados, de entrañable misericordia, de benignidad, de humildad, de mansedumbre, de paciencia; soportándoos unos a otros, y perdonándoos unos a otros si alguno tuviere queja contra otro. (Colosenses 3:12-13).


El amor “no se goza de la injusticia, mas se goza de la verdad”. 

La persona cuyo corazón está inundado de amor se entristece a causa de los errores y de las debilidades de los demás; pero cuando triunfa la verdad, cuando se disipa la nube que ensombrecía el buen nombre de otro, o cuando se confiesan los pecados y se corrigen las equivocaciones, se regocija.


El amor no solamente soporta las faltas de los demás, sino que se somete alegremente a cualquier sufrimiento o inconveniente que tal condescendencia pudiera hacer necesario. Tal amor “nunca deja de ser”. Jamás puede perder su valor; es el atributo del cielo. Su poseedor lo introducirá como un precioso tesoro a través de los portales de la ciudad de Dios.


El fruto del Espíritu es amor, gozo y paz. La lucha y la discordia no son sino la obra de Satanás y el fruto del pecado. Si como pueblo alguna vez hemos de disfrutar de paz y amor, debemos colocar nuestros pecados a un lado; necesitamos ponernos en armonía con Dios y así también estaremos en armonía unos con otros. Que cada uno se pregunte: ¿Poseo yo la gracia del amor? ¿He aprendido a sufrir con paciencia y a ser bondadoso? Sin este atributo celestial, los talentos, el conocimiento y la elocuencia serán atributos tan desprovistos de significado como un metal que resuena o un címbalo que retiñe. ¡Qué lástima que este precioso tesoro sea considerado con tanta liviandad y tan poco aprecio por muchos de los que profesan la fe!


Dios requiere mucho más de sus seguidores de lo que muchos pueden darse cuenta.

 Debemos aceptar la Biblia al pie de la letra y creer que cuando el Señor dice algo lo dice en serio. 

El nunca nos pide nada para cuyo cumplimiento no esté dispuesto a concedernos su gracia. 


Si fracasamos en alcanzar la norma establecida delante de nosotros en su Palabra, no podremos presentar ni una excusa en el día de Dios.


El apóstol nos amonesta: “El amor sea sin fingimiento. Aborreced lo malo, seguid lo bueno. Amaos los unos a los otros con amor fraternal; en cuanto a honra, prefiriéndos los unos a los otros” 

(Romanos 12:9-10).)


Pablo desea que distingamos entre el amor puro y altruista, motivado por el espíritu de Cristo, y aquella pretensión vacía y engañosa que el mundo llama amor y en la cual tanto abunda. 

Esta falsificación baja ha hecho errar a muchas almas. 


El estar de acuerdo con el transgresor en lugar de mostrarle fielmente sus errores, tiende a anular la distinción entre el bien y el mal. Tal curso de acción nunca se origina en una amistad real.


 El espíritu que lo promueve habita únicamente en el corazón carnal. Aunque el cristiano será siempre bondadoso, compasivo y perdonador, nunca sentirá ninguna clase de armonía con el pecado. Aborrecerá el mal y se aferrará a lo bueno al costo de su relación o amistad con los impíos.

 El espíritu de Cristo nos inducirÃ! ¡ a odiar el pecado, en tanto que estaremos dispuestos a realizar cualquier sacrificio para salvar al pecador.

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