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🌟El Pan de Vida y el Manto de Justicia🌟

El Pan de Vida y el Manto de Justicia


Porque el pan de Dios es aquel que descendió del cielo y da vida al mundo. (Juan 6:33).


Si vosotros “sabéis dar buenas dádivas a vuestros hijos, ¿cuánto más vuestro Padre celestial dará el Espíritu Santo a los que se lo pidan?” 

El Espíritu Santo, su representante, es la mayor de todas sus dádivas.

 Todas las “buenas dádivas” quedan abarcadas en ésta.

 El Creador mismo no puede darnos cosa alguna que sea mejor ni mayor.

 Cuando suplicamos al Señor que se compadezca de nosotros en nuestras aflicciones y que nos guíe mediante su Espíritu Santo, no desoirá nuestra petición.


Es posible que aun un padre se aleje de su hijo hambriento, pero Dios no podrá nunca rechazar el clamor del corazón menesteroso y anhelante. ¡Con qué ternura maravillosa describió su amor! A los que en días de tinieblas sientan que Dios no cuida de ellos, éste es el mensaje del corazón del Padre: “Sion empero ha dicho: ¡Me ha abandonado Jehová, y el Señor se ha olvidado de mí! ¿Se olvidará acaso la mujer de su niño mamante, de modo que no tenga compasión del hijo de sus entrañas? ¡Aun las tales le pueden olvidar; mas no me olvidaré yo de ti! He aquí que sobre las palmas de mis manos te traigo esculpida”

 (Isaías 49:14-16).


Toda promesa de la Palabra de Dios viene a ser un motivo para orar, pues su cumplimiento nos es garantizado por la palabra empeñada por Jehová. 

Tenemos el privilegio de pedir por medio de Jesús cualquier bendición espiritual que necesitemos.


Podemos decir al Señor exactamente lo que necesitamos, con la sencillez de un niño. Podemos exponerle nuestros asuntos temporales, y suplicarle pan y ropa, así como el pan de vida y el manto de la justicia de Cristo. Nuestro Padre celestial sabe que necesitamos todas estas cosas, y nos invita a pedírselas.

 En el nombre de Jesús es como se recibe todo favor. Dios honrará ese nombre y suplirá nuestras necesidades con las riquezas de su liberalidad.


No nos olvidemos, sin embargo, que al allegarnos a Dios como a un Padre, reconocemos nuestra relación con él como hijos. No solamente nos fiamos en su bondad, sino que nos sometemos a su voluntad en todas las cosas, sabiendo que su amor no cambia.


 Nos consagramos para hacer su obra. 

A quienes había invitado a buscar primero el reino de Dios y su justicia, Jesús les prometió: “Pedid, y recibiréis” 

(Juan 16:24).

Los dones de Aquel que tiene todo poder en el cielo y en la tierra esperan a los hijos de Dios. Todos los que acudan a Dios como niñitos recibirán y gozarán dádivas preciosísimas pues fueron provistas por el costoso sacrificio de la sangre del Redentor, dones que satisfarán el anhelo más profundo del corazón, regalos permanentes como la eternidad. Aceptemos como dirigidas a nosotros las promesas de Dios. Presentémoslas ante él como sus propias palabras, y recibiremos la plenitud del gozo.

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