Las Escrituras nos brindan poca información sobre los primeros años de Jesús. No obstante, algunos versículos nos dan una vislumbre de esas circunstancias y la clase de mundo en el que participó el Salvador.
Lee Lucas 2:7 y 22 al 24 (ver también Lev. 12:6-8) y Mateo 2:1 al 18. ¿Qué vemos en estos versículos que nos da un indicio de la clase de vida que enfrentó Jesús desde el principio?
Por supuesto, Jesús no fue la primera persona que vivió en la pobreza o que se enfrentó a quienes querían matarlo, incluso desde temprana edad. Sin embargo, hay otro elemento que nos ayuda a comprender la singularidad de lo que Cristo sufrió desde los primeros tiempos.
Lee Juan 1:46. ¿Qué elemento agrega este pasaje que nos ayuda a entender los sufrimientos que tuvo que enfrentar Jesús de joven?
A excepción de Adán y de Eva antes de la Caída, Jesús fue la única persona sin pecado que vivió en la Tierra. Con su pureza, con su impecabilidad, estuvo inmerso en un mundo de pecado. Qué tortura debió haber sido, incluso de niño, que su alma pura estuviera en constante contacto con el pecado. Aun con nuestra insensibilidad debido al pecado, nosotros mismos a menudo nos alejamos de la exposición al pecado y al mal que nos resultan repulsivos. Imagínate lo que debió haber sido para Cristo, cuya alma era pura, que no estaba manchada en lo más mínimo por el pecado. Piensa en el marcado contraste entre él y los demás a su alrededor. Debió haber sido sumamente doloroso para él.
Después de que Cristo condescendió en abandonar su suprema autoridad, en descender de una altura infinita para tomar la humanidad, pudo haber tomado para sí cualquier condición de ser humano que hubiera elegido; pero la grandeza y la jerarquía eran nada para él, y escogió la más humilde forma de vida. Belén fue el lugar de su nacimiento; por un lado su ascendencia era pobre, pero Dios, el dueño del mundo, era su Padre.
En su vida no hubo vestigios de lujo, comodidades, complacencia propia ni deleites, sino que fue una sucesión continua de abnegación y sacrificio propio. De acuerdo con su humilde nacimiento, indudablemente no tuvo grandeza ni riquezas, para que el creyente más humilde no pudiera decir que Cristo nunca supo lo que era la angustia de la pobreza apremiante. Si hubiese poseído la apariencia de la ostentación exterior, de las riquezas, de la grandeza, los más pobres habrían evitado su compañía. Por eso escogió la condición humilde de la gente mucho más numerosa. La verdad de origen celestial había de ser su tema; tenía que sembrarla en el mundo, y vivió de tal manera que era accesible para todos, para que la verdad sola impresionara los corazones humanos (Fundamentals of Christian Education, p. 401; parcialmente en Comentarios de Elena G. de White en Comentario bíblico adventista, t. 7, pp. 915, 916).
El contentamiento de Cristo en cualquier circunstancia provocó a sus hermanos. No pudieron comprender la razón de su paz y serenidad; y ningún argumento suyo lograba inducirlo a participar en planes o arreglos que tuviera alguna huella de vulgaridad o de culpabilidad. En cada ocasión se apartaba de ellos, afirmando claramente que engañarían a otros y que no eran dignos de ser llamados hijos de Abraham. Debía dar tal ejemplo que los niños pequeños, los miembros más tiernos de la familia del Señor, no verían nada en su vida o carácter que justificara alguna mala acción. Eres demasiado quisquilloso y peculiar —dijeron los miembros de su propia familia. ¿Por qué no ser como los demás niños? Pero esto no pudo ser; porque Cristo había de ser señal y prodigio desde su juventud en cuanto a la estricta obediencia e integridad (Fundamentals of Christian Education, p. 401).
Toda transgresión, todo descuido o rechazamiento de la gracia de Cristo, obra indirectamente sobre nosotros; endurece el corazón, deprava la voluntad, entorpece el entendimiento, y no solo os vuelve menos inclinados a ceder, sino también menos capaces de oír las tiernas súplicas del Espíritu de Dios.
Un solo rasgo malo en el carácter, un solo deseo pecaminoso, persistente albergado, neutraliza con el tiempo todo el poder del evangelio. Cada vez que uno cede al pecado, se fortalece la aversión del alma hacia Dios. El hombre que manifiesta un descreído atrevimiento o una estólida indiferencia hacia la verdad, no está sino segando la cosecha de su propia siembra. En toda la Escritura no hay amonestación más terrible contra el hábito de jugar con el mal que estas palabras del sabio: "Prenderán al impío sus propias iniquidades". Proverbios 5:22 (El camino a Cristo, pp. 33, 34).
Pregúntate: “¿Cuán sensible soy a los pecados que existen a nuestro alrededor? ¿Me molestan o soy insensible a ellos? Si eres insensible a ellos, esto ¿podría deberse a las cosas que lees, miras o haces? Piénsalo.
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